
Carta de amor a la nueva Bogotá
Bogotá puede parecer una ciudad hostil. Con una altitud de 2.600 metros y vigilada por los Andes, durante todo el año convive con un otoño perpetuo. Llueve a menudo, a las seis de la tarde anochece y las calles se vacían. El trancón (los muy frecuentes atascos) es infernal. Como en cualquier otra gran capital latinoamericana la brutal inequidad genera inseguridad. Sin embargo es una de las ciudades más excitantes del planeta. Al menos yo lo siento así tras vivir tres años allá.
¿Qué convierte a la capital de Colombia en un lugar especial? Después de pasar en Madrid casi toda mi vida pensé que al mudarme a Bogotá echaría de menos su riquísima oferta cultural y de ocio. Sucedió todo lo contrario: su festival de teatro es uno de los más importantes del mundo, cuenta con una escena musical cuya diversidad no se puede encontrar en ninguna otra parte del planeta y además acoge a grandes escritores, graffiteros y algunos de los mejores chef de Latinoamérica.
Una escena musical cuya diversidad no se puede encontrar en ninguna otra parte del planeta.
Al hablar con mis amigos rolos (así les llaman a los bogotanos en Colombia, donde también se pueden referir a ellos como cachacos, aunque este término sea más despectivo) siento que he sido afortunado por la época que me ha tocado vivir. La firma de la paz a finales de 2016 coincidió con un aumento del turismo y la inversión extranjera en todo el país. De forma paralela, el ascenso de la clase media (aunque la sociedad colombiana sigue siendo una de las más desiguales de la región) ha propiciado la consolidación del sector cultural.

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Prueba de ello es el barrio que ya siento como mío, Chapinero, donde en estos últimos años han aparecido nuevos negocios de gente joven con buen gusto y un contagioso entusiasmo por hacer cosas nuevas. En esta zona, más al norte del centro histórico y popular de la Candelaria, pero un poco más al sur que los barrios de las clases altas (en Colombia se habla de estratos y van del 1 al 6 según aumenta el poder adquisitivo, que por lo general coincide con el norte geográfico) conviven panaderías hipster donde la gente se conecta al wifi para trabajar junto a barras a la española para tomar unos vinos y escuchar música indie.
Si hubiera que hablar de una Malasaña o de un Williamsburg en Bogotá ese barrio sería Chapinero, al que también se conoce como Chapigay porque hay una destacada presencia de la comunidad LGBTI; de hecho, allá se encuentra Theatron, la discoteca gay más grande de Latinoamérica. No es el único local nocturno que está de moda en la zona: en unas pocas cuadras, entre las calles 58 y 67 (las calles van de sur a norte) y las carreras 11 y 13 (las carreras van de oriente a occidente, alejándose de los cerros) están Matik Matik, Latino Power y Boogaloop, tres de mis antros nocturnos preferidos.
Las noches en la nueva Bogotá se pueden alargar en estos y otros bares y discotecas recomendables como Asilo, La Piel Roja, Videoclub, Quiebracanto, El Coq y Armando Records a ritmo de cumbias psicodélicas, sonidos tropicales fusionados con electrónica, champeta, salsa, reggaetón y hasta punk, techno y hip hop. El colombiano es bailongo, por las noches bebe (los tragos se suelen pedir por botellas enteras y sin refresco) pero apenas habla, lo importante es el ritmo. Los que carecemos de esta virtud siempre podemos deleitarnos observando.
Bogotá es un monstruo de más de ocho millones de habitantes con graves problemas de movilidad porque ningún alcalde hasta la fecha ha conseguido sacar adelante el anhelado proyecto de construcción del metro. Por eso cada uno elige su propia Bogotá, que apenas supone un pequeño porcentaje de lo que puede ofrecer la metrópoli. En mi caso he aprovechado que mi casa está pegada a la montaña para ir por la Circunvalar (una especie de M-30 en Madrid, una carretera que conecta la ciudad de sur a norte por el oriente) hasta la Candelaria en el centro y hasta Usaquén en el norte.
Dentro de los bares siempre hay bullicio hasta la medianoche entre semana y hasta más de las 3 de la madrugada los viernes y sábados.
Apenas he rebasado esos límites salvo en casos excepcionales ajenos al día a día. Los trayectos por lo general los hago en taxi, pues son muy baratos: la carrera cuesta una media de tres euros. Por el día, en las zonas por las que es agradable andar, hago el camino a pie. A partir de las seis no es recomendable ir solo por las calles, pues se vacían muy rápido, aunque dentro de los restaurantes y bares siempre hay bullicio hasta la medianoche entre semana y hasta más de las 3 de la madrugada los viernes y sábados.

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Entre mis restaurantes favoritos hay muchos en el triángulo que forman Chapinero, Rosales y Quinta Camacho. Por esta última, situada entre las calles 67 y 72 y la carrera séptima y la Avenida Caracas, vale la pena pasear de día para admirar sus casas estilo Tudor de herencia inglesa y sus agradables avenidas arboladas. Allí se puede comer en Abasto, Bandido u otros sitios cercanos como Salvopatria, Wakei Sushi, Rin Rin, Estatua Rota, Canoa, Gordo, Mesa Franca, Amen Ramen, El Cebollero, Indio, Villanos en Bermudas, La Despensa de Rafael y El Chato.
La gastronomía cada vez está cobrando más relevancia en la capital de Colombia, un país que mira a México y Perú como ejemplo de naciones que han sabido vender sus sabores locales hacia el exterior. Para probar la cocina bogotana es buena idea recorrer los barrios céntricos de la Macarena y la Candelaria donde se puede comer de todo y por lo general a buen precio en lugares como Prudencia, Madre, Fulanitos, El Patio y El Agave Azul. En la zona de La Soledad está El Barrio, uno de mis sitios favoritos para alargar la cena con unos tragos.
Un país que mira a México y Perú como ejemplo de naciones que han sabido vender sus sabores locales hacia el exterior.
Mención aparte merece el Restaurante Leo y su impresionante menú marinado con licores tradicionales que ofrece un recorrido por los saberes culinarios de uno de los países más biodiversos del mundo. Tuve la suerte de entrevistar a su chef, Leonor Espinosa, una de las personalidades más importantes de la gastronomía en Latinoamérica. Me habló entusiasmada de su labor de recuperación de los sabores de las distintas regiones del país: los llanos orientales, la costa afro del Pacífico, el Caribe, la montaña andina, el Amazonas…
Bogotá no es tanto una ciudad turística como lo puede ser Cartagena de Indias sino un lugar ideal para vivir si eres inquieto. Cuando recibo visitas de España suelo dedicar el primer día para cubrir los planes típicos imprescindibles por la Candelaria: subir en funicular al monasterio de Monserrate para disfrutar de las vistas de la ciudad; ver las exposiciones gratuitas del Museo Botero, el Banco de la República y la biblioteca Luis Ángel Arango, y llegar hasta la Plaza Bolívar, el centro del poder político que conecta con el Palacio presidencial de Nariño. El Museo del Oro también vale la pena, sin duda.
Para almorzar después de la caminata a mí me gusta Fulanitos, que está cerca, y ofrece una suculenta selección de productos típicos de la región del Valle del Cauca y además tiene una espectacular terraza que mira a los tejados del casco histórico de la ciudad. Otra opción es comer en La Puerta Falsa el típico guiso local, el ajiaco, un plato contundente y sabroso a base de papas, pollo, maíz, aguacate y nata líquida.
Una vez cumplidos los compromisos, lo que más disfruto es compartir con los amigos que vienen a verme la vida que suelo llevar en Bogotá. Ir a galerías de arte como Ojo Rojo y Espacio Odeón. Curiosear la programación del cine independiente Tonalá. Estar atento a las ferias que organizan los jóvenes diseñadores en lugares como el Gimnasio Moderno. Comprar algún libro o cómic en La Valija de Fuego, Tornamesa, Lerner, La Madriguera del Conejo, la librería García Márquez y Babel. Consultar los talleres del Espacio Kilele, o rebuscar entre los vinilos de vallenato, salsa y otros ritmos calurosos que se pueden conseguir por unos pocos euros en las tiendas del centro entre las carreras 8 y 9 y las calles 17 y 19. Mi favorita es Cosmos, una zapatería que esconde entre sus baldas más de 100.000 acetatos de Diomedes Díaz, Fania All-Stars y otras estrellas de la canción latinoamericana.
Lo que más disfruto es compartir con los amigos que vienen a verme la vida que suelo llevar en Bogotá.
Un plan curioso es recorrer la Séptima a la altura de la Candelaria y dejarse engatusar entre el mogollón comercial y la infinidad de personajes pintorescos: los viejitos jugando al ajedrez, los mariachis que se alquilan por horas, los curanderos de todo pelaje y los vendedores de esmeraldas. Cuando consigo amanecer pronto siempre es una gran idea hacer senderismo por los caminos que suben entre ríos y vegetación espesa desde los barrios al oriente de la ciudad hasta las montañas, como la Quebrada de la Vieja a la altura de Rosales.

OSTILL is Franck Camhi/Shutterstock.com
Para ir de compras nunca falla Artesanías de Colombia, cuyo almacén está cerca del área comercial al norte de la Zona T. No es barato, pero allá se pueden encontrar mecedoras, máscaras, chinchorros (hamacas) y otras maravillas de decoración y para la casa hechas por las distintas comunidades indígenas, afro y campesinas de todo el país. Otra opción es dedicar el domingo a pasear por el mercadillo de pulgas en Usaquén y después comer carne a la brasa con chorizos y patacones. Hasta allá se puede llegar en bicicleta, pues los domingos la carrera Séptima se cierra al tráfico y se convierte en ciclovía para conectar el norte con el sur.
Siento que las posibilidades de la ciudad son infinitas: no hay que dejar de ir al estadio El Campín para ver el clásico del fútbol local entre Millonarios y Santa Fe (los cánticos de las hinchadas ayudan a superar el frío) o pasar una mañana en el Mercado de Paloquemao para comer por unos pocos euros una híper calórica bandeja de lechona (carne de cerdo picada con arroz y verdura) y comprar productos frescos (la variedad de frutas es increíble).
Cuando me quedo sin ideas un truco infalible es consultar el libro «Bogotá Bizarra» donde participa mi amigo fotógrafo bogotano Camilo Rozo y donde se propone un recorrido por las propuestas más curiosas de una ciudad que a mí nunca me deja de sorprender. Valga este texto como carta de amor a un lugar que me acogió y siempre sentiré parte de mí.

José Fajardo